Aunque en ocasiones nosotras, las personas en situación de discapacidad, hemos (y me incluyo) utilizado la afamada frase de la pintora mexicana Frida Kahlo: “Pies, ¿para qué los quiero si tengo alas para volar?”, con el fin de expresar vehementemente que una determinada condición física, sensorial o psicosocial JAMÁS nos va a definir como persona ni mucho menos nuestra capacidad para desenvolvernos en el área que escojamos.
Sin embargo, hay realidades que simplemente nos golpean… directo, como un knockout a la cara, sin ningún tipo de consideraciones, sin ninguna excusa válida, sin que medie un… “¡lo siento!”, y así, entre comillas. Y todo ese “romanticismo poético”, en ciertos contextos, NO sirve de nada. Sí, déjeme decirle, nunca servirán de nada, si no se educa, si no se concientiza.
Porque cuando suceden estos “golpes de la vida”, generalmente nos toman por sorpresa y, en algunas ocasiones, solos, solas, sin que nadie venga a nuestro rescate, sin que nadie se ponga empáticamente en “tu lugar”, y si lo hacen, generalmente es desde el enfoque equivocado, desde la lástima. Y es cuando surgen todos aquellos sentimientos encontrados de impotencia, de cólera, de ganas de llorar, de desánimo y, a la vez, de fortaleza, de defensa, de ganas de gritar: _¡Soy igual que tú, yo también valgo!
¿Por qué les digo todo esto? Porque recientemente a otra de mis amigas —y enfatizo en "otra" porque considero que nos ha pasado a todas las personas en situación de discapacidad, por lo menos una vez en la vida—, y esto porque después prefirieron “encerrarse” voluntariamente (ajá, sí, sin que existiera el riesgo del Covid-19), o sencillamente excluyeron esa opción.
Recién, como les decía, para nuestro infortunio, otra de mis amigas fue víctima del atropello más común (lamentablemente) de nuestros derechos: el derecho a transportarse a donde se le pegue la gana como cualquier ciudadano de este país y del mundo.
Con total descaro, el chofer, que muy probablemente la empresa (y en especial esta empresa) nunca ha invertido en darle una capacitación de trato al cliente con discapacidad, subió a todas las demás personas “normales” a esa unidad y arrancó despreocupado, dejando a mi amiga ahí en la terminal, mientras ella trataba de recuperarse un poco del knockout emocional que aquella acción le provocó.
Tanto el chofer como el dueño de la empresa y demás personal, hasta el día de hoy —¡aunque usted no lo crea!— aducen convencidos y cínicamente que ella no quiso subirse al bus.
Porque sí, mi estimado lector o lectora, además son sarcásticos, por decirlo de buena forma.
Muchas más son las “anécdotas” de este tipo que les podría contar, y haciendo referencia a la célebre frase de Frida Kahlo nuevamente, si bien no nos hacen falta nuestros pies, la realidad es que necesitamos que toda la sociedad comprenda que, siendo sarcástica yo también, aún las personas en situación de discapacidad física no hemos podido aprender a volar, al menos no de esa forma, para poder trasladarnos al centro educativo, a la cita en el hospital, a la playa, al trabajo, al cine, a donde sea.
Por lo que seamos parte del cambio, hagamos la diferencia y, de nuevo, le hago la invitación a darle una mirada a ser inclusivos, porque, sin ser fatalista (machalá, machalá), nunca se sabe cuándo usted o alguno de los suyos podría estar de este lado, de los que aún no sabemos volar cuando nos niegan un transporte accesible.
Por: Licda. Wendy Barrantes Jiménez
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